Por Magali Tercero
“Cuando empecé en la prostitución yo me decía ‘me las van a pagar, si no me quisieron comprender cuando yo quería que entendieran lo que era sano, la libertad de alguien, entonces ahora van a entender y les va a doler’. Mi padrastro me decía ‘te cuido para que no seas una puta’, y yo tenía que platicar con mis amigos detrás de una ventana con rejas, y todavía así mi padrastro los insultaba… ¡pero si yo no estaba siquiera en la calle! Y él decía: ‘tan puta la madre como la hija’. Es lo peor cuando a uno lo tachan de eso por hacer cosas inocentes. Yo dije, ‘bueno, ¿qué es la putería?, pues primero la voy a conocer’”.
El escenario de la charla es un centro nocturno de lesbianas en la colonia Roma. Estamos a la mitad de la noche de putas planeada por el diario donde trabajo para el número dedicado a la vida nocturna. Gaby, una joven de 25 años que trabaja en un antro de la Zona Rosa, se desenvuelve con soltura ante la grabadora. Me gustan su inmediatez en el trato y ese don narrativo que le permite hablar de sí misma como si fuera el personaje de una historia extraordinaria. Me gustan también su bonito rostro y sus gestos mesurados. “¡Pero si no estaba siquiera en la calle!” El tono de esta frase me impacta: creo escuchar aún a la adolescente que protesta ante la represión vital, ese sinónimo de la buena educación en muchas familias mexicanas. Una parte mía, una Magali adolescente que persiste por ahí, se identifica con Gaby.
Horas antes, nuestro Virgilio de esta noche, amigo de Gaby desde hace seis años, me ha dicho: “Todos tenemos un sueño, realizable o irrealizable, pero es nuestro y muy querido. El de Gaby es escribir”. Sentados en dos mesas situadas al fondo del prostíbulo donde trabaja ella, hemos comenzado a las diez de la noche nuestra tarea. Francisco Mata ―fotógrafo del diario― y yo, iniciamos un nervioso acercamiento a Gaby y a otras cuatro prostitutas que nos acompañarán a lo largo de la noche. A esta temprana hora, en el bar iluminado con tenue luz roja (reminiscencia de las venerii romanas, escuelas de instrucción sexual que exhibían el signo de un falo erecto pintado de color rojo sangre), lo único llamativo es la abundancia de mujeres atractivas. Ni siquiera sus atavíos lo son: falditas y mallitas entalladas, blusas en tonos vivos un poco más escotadas de lo que se ve en la calle (“con las modas de ahora las damitas parecen otra cosa –me ha dicho un taxista unos días antes– hasta se ponen las botas de la pretty woman”). Según me informan, hay 20 habitaciones arriba del bar: el cliente paga 400 mil pesos por tener sexo una vez y 800 mil por salir a la calle con la prostituta, a quien el bar cobra una comisión del 25 por ciento; si no hay intimidad la tarifa se reduce a la mitad. Mientras obtengo estos datos percibo el desconcierto de una de las jóvenes –pequeña, exuberante– quien, sentada junto a Eduardo Vázquez, también del equipo, e ignorante de que se trata de un trabajo periodístico, no comprende el olvido en que él la tiene. A mi lado, Gaby prohíbe usar la grabadora. “Hasta que salgamos”, dice, “no quiero que el dueño se dé cuenta”. Gaby está muy activa tratando de convencer a sus compañeras para que vengan con nosotros. Antes ha dicho que quiere aprender a escribir. “Quiero contar la historia de mi vida como una aventura”. Observándola, me pregunto cuál capítulo de la aventura de su vida representará esta noche.
A los 18 años Gaby fue violada por cuatro judiciales en un hotelucho de las afueras de la ciudad. En esa época era empleada de una tienda de discos en la Zona Rosa y acostumbraba a ir a bailar sola a las discos cercanas, cuando salía del trabajo. Vivía en Netzahualcóyotl con su madre, una prostituta retirada, y con su padrastro, administrador de un prostíbulo.
“Yo siempre he sido muy agresiva” –me dice enfática– “por eso demandé a los judiciales. Después de violarme me dejaron tirada en el hotel y me salí a la carretera a las cuatro de la madrugada. Entonces apareció un taxi, algo increíble. ¿Tú crees?, a esas horas y en la carretera. Le dije al chofer, lléveme a la delegación, y ahí me interrogaron y me revisaron. Di las señas de los judiciales, de la patrulla, todo… y no lo podía creer cuando me llamó el oficial que me había interrogado primero y me dijo que acababan de llegar cuatro judiciales que correspondían a mi descripción. Me dijo ‘sal a verlos’… Después fue horrible porque estuve tres días contestando interrogatorios y tuve que ir a identificar el cuarto del hotel. Yo nomás me acordaba de un cuarto con un foco rojo que estaba al fondo del pasillo, pero el empleado dijo que no había ningún cuarto así. Después lo hicieron que nos enseñara todos los cuartos. Y sí, había uno y lo reconocí. Cuando me violaron primero me aventaron bocabajo a la cama y alcancé a meter un dinero debajo del colchón, pero cuando fuimos ya no estaba. Yo lo que creo es que los judiciales estaban de acuerdo con los del hotel. También me llevaron con mi padrastro y mi mamá y luego a la tienda donde trabajaba y les dijeron que yo ya no iba a ir más.”
“Cuando me dejaron estaba tan deprimida que me fui al Kineret y ahí me encontré un chavo que me hizo la plática y todo. ‘Yo me dedico a la publicidad, ¿no te gustaría trabajar conmigo? Mañana salgo para Acapulco, vente conmigo’. Yo ya tenía mucho tiempo yendo a la Zona Rosa y antes conocí a un chavo que tenía chavas taloneando en la calle. Él me invitaba pero yo no me dejaba. No seas pendeja, tú, en lugar de estarte matando en Briyus debías ganar para pagar tu departamento’. Así que lo conozco en Kineret y me dice ‘yo sé que has andado con Franco, y sé que tiene chavas en la calle. Mejor vente conmigo’. Esto fue a los seis días de la violación y mi familia no me apoyaba y mi mamá me decía que era una pendeja por meterme en esas broncas. Entonces, ya tomando, le dije sí y agarré unas cuantas cosas y me fui con él a Acapulco [en 1991]”.
La putería es un escape
Finalmente Gaby logra organizar a sus compañeras. “¡Uf!, qué noche”, dice, “es que no se deben dar cuenta, a un señor que estuvo aquí grabando luego le mandaron dar una madriza”. “¿Por qué las amenazas, Gaby?”, le pregunto. “No, no es amenaza, es que es peligroso”. El plan es ir a otro sitio, que por cercano termina siendo “El Don”. Nos distribuimos en los coches, acompañados por unos amigos de nuestro virgilio. Me pregunto cuál es nuestra actitud, si no venimos de turistas, si la crónica no resultará superficial y mamona. “Creo que esto no va a salir”, me dice Fernando Fernández, desanimado. Gaby me llama: “Vente, seguimos platicando en el coche”, y voy a dar al asiento trasero. Nuestro virgilio desliza un sobre. Una chica rubia de rostro muy dulce se atasca de cocaína. Gaby me pone las palmas heladas sobre la cara: “Mira cómo me deja Blanca Nieves”.
En el trayecto reparo en que en esta noche de putas hay de todo excepto sexo. Incluso nuestro Virgilio parece inhibido. Este martes de febrero a la una de la mañana nos encontramos un Don desangelado, tan sólo dos o tres parejas de lesbianas bailando. “Oye Francisco, si quieres Magali y yo bailamos y tú nos tomas fotos”, le dice Gaby al fotógrafo.
“En Acapulco llegó un momento en que debíamos un chorro de lana en el hotel –continúa Gaby– y entonces este chavo me llevó a la Plaza Acapulco y me dijo ‘tú te quedas aquí’. Y yo me quedé y se me acercaron tipos, me invitaban una copa, a bailar, y yo iba. Cuando regresó él me preguntó: ‘¿Se te acercó alguien? Pues no seas mensa, cóbrales’. Ya de ahí me iba al hotel todas las tardes y los de la administración me mandaban clientes. La primera vez salí con un italiano y nos fuimos a una disco. Me puse a bailar como loca, a tomar. De lo último que me acuerdo es de que no llegamos a la habitación del hotel, hicimos el amor en el pasillo…Cuando me desperté estaba tirada ahí y mi bolsa había desaparecido. Me regresé llorando y mi padrote dijo ‘no te preocupes, ya vas aprendiendo’.
“Ya de regreso a México me pregunta: ‘¿qué piensas hacer?’ ‘Pues yo voy a hablar con Franco. Desde que me fui y empecé a ver todo lo que pasaba en Acapulco empecé a pensar qué hago, regreso a México, pero, ¿a dónde? Toda mi familia me va a rechazar, lo que voy a hacer es dinero’. Aparte había otra cosa: a mí me gusta bailar y aprovechar todo lo que no me dejaron ser sanamente y por eso dije ‘me la van a pagar, voy a conocer la putería’. Para mí es una forma de escape para la mujer. Por alguna circunstancia últimamente la mayoría entra a la prostitución por gusto. Hay mucha niña de billetes, niña reventada que nada más entra por el cotorreo. Conozco muchas chavas fresísimas –‘o sea ves, ¿no?’– y les encanta el chavito roquero, el junior o el señor grande y ponerse hasta la madre de todos los vicios. Y aparte te pagan.
“Últimamente hay muchos chavos que las conocen en los discos y les preguntan: ‘oye, ¿no te gustaría ganar dinero?’. Orita en el bar hay una chavilla que así la conoció un chavo y él le pega y ella tiene pánico. Y te das cuenta porque la ves toda morada y a él lo ves como diciéndole ‘al ratito te voy a dar en la madre’.
Yo gracias a Dios me encontré un cabrón padrote que me metió a un buen lugar
“A mí también me pasó como a esta chavilla y eso termina hasta que te das cuenta o hasta que el padrote te deja. Al mío le encantaba el desmadre, era muy infiel y yo me tenía que chingar, pero que no llegara tarde porque me la hacía de emoción. Y yo me sentía mal y le lloraba. Ya después llegó un tiempo un que todos me decían ‘no seas pendeja, ése ni es padrote’. Eso sí, nos divertíamos padrísimo, salía yo del bar a las tres de la mañana y nos íbamos a bailar y llegábamos a las cuatro de la tarde y nos desayunábamos, comíamos en la Zona Rosa, me compraba ropa ahí. O sea era un mundo nuevo para mí, por eso no me importaba lo demás. Cuando yo me iba a bailar me ponía hasta atrás y me gustaba un niño me iba con él a la cama. A mí que no me digan que hay chavas que van a las discos y se van con uno: se van con cuatro, con cinco, y no les cobras, y eso a mí me pasó. Y cuando te das cuenta dices voy a sacar provecho. Y si te gusta hacer el amor… pues te diviertes, te divierten. Yo cuando empecé a trabajar no era de que vamos luego luego a la cama. No, te llevaban a ver variedades, a cenar, a departamentos bonitos, te hacían sentir bien y pues para un señor grande, aunque te esté pagando, lo haces sentirse soñado. Como a mí me gusta el cotorreo y me gusta convivir con ellos, había ocasiones en que no hacía el amor, sólo salíamos a ver variedades y me decían ‘niña, te busco otro día, me encantó’.”
“En la prostitución todo depende de cómo te sientas, qué valor le des. Si te denigras y te dejas que te estén agarrando, que te estén haciendo todo, ellos son los primeros pendejos en dejarte porque piensan: ‘a esa sí le gusto la putería’. Y si trabajas la calle te va peor. Nunca lo hice. Tenía un amigo negro que vivía en la calle de Pánuco, a donde estaban hace cinco años las chavas. Siempre que yo llegaba a su casa él se paraba en su balcón y con binoculares andaba buscando las páneles. Cuando las encontraba les gritaba a las chicas: ‘Mi vida, mi amor, la policía, la policía’. Y todas en chinga corriendo. Y era horrible ver cómo llegaban los de las páneles y con fuetes les pegaban, las agarraban de los pelos, las pateaban, era horrible. Yo decía ‘¿yo hacer eso? No, yo gracias a Dios me encontré un cabrón padrote que me supo meter a un lugar’. Si por algo no entraba yo a esto era porque le tenía pánico a la calle.” “No. Yo tuve mi padrote, y lo mantuve, y me pegaba, y nos peleábamos”, dice. “Cuando empecé, él me vigilaba porque yo tenía pánico y él se pasaba toda la noche ahí sentado y me decía ‘no seas pendeja, párate allá, siéntate acá’. Y yo le decía, ‘pero estoy temblando de miedo’. ‘Pues entonces ponte a tomar’, y entonces yo ya me animaba. Del primer padrote ya no me quedaron ganas de otro porque simplemente te acabas. Aunque hay chavas que tienen padrotes, tienen 15 años trabajando y tienen el billete: 40, 50, 60, 100 millones, carro del año, departamento, casas, y siguen con el mismo padrote. Esos son padrotes inteligentes que les dices ‘hoy conocí a un cliente y mañana quedamos de vernos’. ‘Sí, mija. ¿A qué hora se van a ver? Pues chíngale, y si hay algún pedo me hablas y yo le pongo en su madre’. Esos son los padrotes que hacen que la chava tenga billete. Más bien los que son pendejos es que no son padrotes. Le gustas tú a él y dice ‘la comprendo que trabaje’, pero te empieza a calar, que por qué saliste con fulano, que por qué le metiste a esto, que la madre… Pero aparte quiere parchar contigo.”
“Primero sí me convenía mi padrote porque me divertía con él y porque fue el que me enseñó a conocer el ambiente bonito, o más bien a saber manejar lo que es la prostitución, que si llega un cliente y te dice ‘traigo coca’ ya te vas con él. Yo no, yo digo ‘okey, ¿te gusto?, págame, nos vamos a poner hasta la madre y bien felices’. La cuestión de decidir si sales a la calle con un cliente es psicológica, de platicar con él. Aquí en la zona hay lugares de prostitución que yo llego, me siento, pido una copa, cómo estás mi vida le digo, te cobro mil ochocientos por una vez: ¿quieres o no quieres? ‘Pues vamos a platicarlo’, me contestan. Y les digo que no, que yo no pierdo mi tiempo y ellos se paran y se van. Y es que las chicas a las que han golpeado o matado ha sido por no conocer a la gente con la que están. ¿Qué te parece que estés con un loco que se inyecte heroína y te diga que sí y en el hotel te mata por no darte cuenta con quién estás?”.
¿No hay más coca?
Hace unos meses dos amigos norteamericanos –periodista y fotógrafo respectivamente– viajaron al Distrito Federal para hacer un reportaje sobre la prostitución en México. De su relato se me grabó una imagen: el momento en que el fotógrafo estuvo a solas con una de las mujeres. “Cuando acaricié sus senos encontré leche –decía– y cuando toqué su sexo me llené de sangre. Acababa de ser madre cinco días antes. Insistió mucho en que no estaba menstruando y se ofreció a hacer el amor. Yo no pude proseguir. Era terrible”.
Gaby me cuenta que estuvo trabajando hasta los siete meses de su segundo embarazo (tiene tres hijos). “En esa época mi mamá se divorció de mi padrastro y se fue a San Luis Potosí. La verdad, el papá de mi niño no me interesaba, yo llevaba un año viviendo con él, lo mantenía y todo y cuando le dije del embarazo se llevó todas mis cosas y me dejó embarcada en el hotel con una cuenta de 135 mil pesos, yo con tres meses. Me salí del hotel y me fui a vivir con mi hermano, pero él no estaba de acuerdo con que trabajara embarazada. Uno de los dueños del lugar me dijo: ‘¡yo te mando con un doctor!’, y fui al consultorio y el doctor estaba hasta la madre de borracho y de coca, y yo dije ‘ni madres que me opero’. No había problema de trabajar así, a algunos chavitos los excitaba. Yo ya me operé, pero antes me cuidaba con inyecciones y pastillas y de todos modos me embaracé dos veces”.
En un momento dado, mientras hablo con Gaby, Eduardo me llama y me presenta a Laura, una morena de ojos grandes y vestido negro escotado: “Fuimos compañeros en Antropología –me dice Eduardo– y compartimos dos maestros, me la acabo de encontrar”. Me pregunto qué noche se trae Eduardo. Antes se ha encontrado a un ex torero que fue novio de su hermana hace 15 años. Laura se niega a hablar de su experiencia, “apaga tu aparato, no quiero que grabes”. Francisco discute su negativa: “¿No crees que es una contradicción cuando dices que todos los libros los han escrito gentes que ven las cosas de fuera?” Laura se explica: “Ustedes estudiaron la hermenéutica de Hermes Trimegisto pero yo te lo planteo porque lo estoy viviendo así, no lo puedo plantear en su totalidad. Lamentablemente la gente es lo que busca: proyectar realidades enteras. Tú siempre vas a ser un espectador. Orita te voy a platicar porqué me niego. Tú cuando eres escritor debes de ejercer tu oficio. José Carlos Becerra, no vayamos más lejos, escribió un poema que creo que se llama ‘Recuerdos’, y ahí dice que entre más recuerdas una cosa más lejano estás de ella, porque ya es mentira, porque ya va a ser una ilusión de la realidad. Hay cosas que no se pueden repetir. Ahora, partamos de la base de Roland Barthes, tú a tu oficio, hasta que te salgan bien los zapatos, y si no, no hagas nada”. Alguien nos interrumpe: “Nos vamos a casa de fulano, no más ronda de centros nocturnos, allá hay de todo”. Repetimos entonces la operación de los coches. Observo a Laura subir a un auto blanco con su acompañante. Gaby, Fernanda y yo volvemos a viajar juntas. Fernanda pregunta: “¿No hay más coca? Estoy muy triste. Pásamela”. Se acerca el polvo blanco a la nariz, se tapa un poro y aspira. Después recarga la cabeza en el asiento y cierra los ojos. Me conmueve.
Final del reventón
Con el transcurrir de la noche, Laura, la antropóloga, parece más accesible. De nuevo me impide usar la grabadora pero platicamos un buen rato: “Un día le dije a otra prostituta ‘tú quieres ser María Magdalena y yo María Egipciaca’. Me gusta el vicio, es lo que pasa. A veces me gusta el cliente, otras no. Tú no eres virgen, ¿no? La relación con mi cuerpo es la misma que tú puedas tener. Muchas veces es que abras las piernas y de ahí no pasa. Sí. El dinero tiene qué ver con esto. Soy una puta, pero sigue siendo lo mismo para ti. Yo estudié Antropología y cuando acabé la carrera empecé a dar clases en el CCH y a ganar una madre. Una prima me dijo: ‘¿Tú eres virgen? Te gusta el reventón, ¿no? Puedes ganar dinero de otra forma, mucho más que dando clases. Llego a ganar diez millones en dos meses, todo depende. Aquí en el bar el dueño es persona ilustrada y no nos anda vigilando ni nos las pide. Te deja que te subas a tu cuarto con tu botella y tu galán. Y si no te gusta el cliente no es obligación aguantarlo. Hay unos muy prepotentes, los juniors son los peores. Muchos hombres vienen aquí porque se sienten muy solos. Te cuentan sus problemas conyugales y quieres que los escuches. Me gusta trabajar aquí porque nadie se mete contigo. Lo de las amigas es como en cualquier otro trabajo: las mujeres podemos ser muy solidarias o muy hijas de la chingada, pero siempre intrigantes. Sobre los hombres mi opinión ha cambiado mucho desde que entré a la prostitución. Cada vez tengo una peor idea de ellos.”
“Durante el día hago lo mismo que tú o cualquier otra. Visito a mi mamá o la acompaño al doctor. Mi familia no sabe nada, creen que trabajo en una oficina. ¿Qué si leo? La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, para pensar que no es tanta la pesadez, y cuando me deprimo leo lo lógico, poesía. No sé cuál será mi futuro, muchas compañeras se casan con extranjeros en otros países y empiezan otra vida. Probablemente mi futuro es ser un ama de casa respetable, con sus hijitos y todo. Pero esto es abismal: también puedo suicidarme mañana. No sé si me saldría de todo esto porque me gustan mucho el vicio y el dinero. Por ejemplo, puedo ahorrar y reventarme en San Francisco, y si se acabó la lana trabajo igual que aquí y me recupero. Pero no sé para qué te cuento esto, si la experiencia de puta no se puede transmitir, si la literatura no puede decir qué es. Oye, ¿se puede colaborar en tu revista? A ver, dime, ¿quién hace todo allí? Les llevo algo de Elena Garro. ¿Tú la conoces? Me gustan las revistas. Había una que se llamaba La Regla Rota. Era chingona. Después nos ponemos de acuerdo. Yo les hablo por teléfono”.
Quiero pasar la noche en vela mojado en ti
El avance de las horas comienza a notarse en los rostros de todos. Se transforman las miradas y adquieren brillos y opacidades cuyo significado sólo conoce su dueño. Las conversaciones se hilan y deshilan diluyéndose con los versos de Juan Luis Guerra, el dominicano que cobró 50 millones de pesos por presentarse en México. ‘Quisiera ser un pez/ para tocar mi nariz con tu pecera/ y hacer burbujas de amor por donde quiera/ pasar la noche en vela mojado en ti’. Francisco Mata repite el casete una y otra vez, “me encanta, me encanta”, y él y Gaby bailan cadenciosos. Termina la pieza y ella –minifalda negra y muslos cubiertos por medias en un color de nombre sugerente, ‘profecía’, se desprende de su compañero y va a recargarse contra un muro. El gesto de su cuerpo es intraducible: lo que veo es la foto que podría tomar Francisco, la foto que Francisco está tomando a mi lado. Clic, clic… Gaby –la pierna derecha adelantada a la otra, los brazos extendidos a largo del cuerpo– deja caer la cabeza sobre su hombro derecho en un gesto de desmayo a medias voluptuoso, a medias de hastío (el hastío del pavorreal que se aburre de luz en la tarde).
Las otras chicas ya no están en la sala. Memo le ha pedido a una de ellas que orine en su presencia. Ella me ha contado que tiene un novio en su tierra y que se van a casar. Él no sabe nada de su vida aquí. Un día pasaron frente a un prostíbulo y él le dijo: “¿Sabes qué lugar es éste? Hay que estar muy mal para ser prostituta”. Y ella repite: “Me sudaban las manos, me sudaban las manos”. Piensa retirarse en dos años, cuando ahorre lo suficiente para poner un negocio y terminar su casita. Desde que está en esto, hace dos años, siempre muy triste. Por eso es cada vez más viciosa, por eso cada vez se mete más cocaína. Ya no quiero hacer preguntas. Dejo la grabadora a un lado y escucho a mis compañeros racionalizar su experiencia de esta noche, explicarme porqué no han platicado con nuestras amigas de farra. “A mí me seduce la idea del servicio a la mujer, no que ellas me sirvan”. Estoy exhausta. “Qué noche anodina”, le digo a Francisco Mata.
(Publicado en la revista Milenio dirigida por Fernando Fernández. 1991. Forma parte del Cien freeways: D. F. y alrededores, UACM, 2006, libro ganador del Premio Nacional de Crónica Urbana UACM 2005.)
bueno
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