“...la voluptuosidad única y suprema del amor estriba en la certidumbre de hacer el mal.
El hombre y la mujer saben, desde que nacen, que en el mal se halla toda la voluptuosidad” [1]
Charles Baudelaire.
Probablemente algunos recuerden cuando en “El amante” –aquel film basado en la novela homónima de Marguerite Duras[2]– la protagonista exige a su apasionado partenaire los billetes con qué satisfacer su insólito anhelo de ser tratada cual prostituta.
La pareja –conformada por un joven de veintiséis y una adolescente de quince– emprende así el delicado sendero donde lascivia y perversión se conjugan para que el amor no olvide a su esquivo y díscolo fogonero: el deseo.
Bastaría esta extravagancia para colegir que la sexualidad humana está aquejada por un insalvable desarreglo cuya traducción fenoménica es un exceso llamado voluptuosidad, lujuria... goce.
Ahora bien, si la clave para desentrañar el pathos que agita a la civilización reside en el destino de los excedentes del trabajo humano, la prostitución –por transformar lo más propiamente inútil (el goce) en mercancía– se constituye en un privilegiado analizador de la escena humana. No en vano, James Joyce opinaba que las cosas verdaderamente interesantes ocurren en los burdeles.
En efecto, el oficio más viejo del mundo reúne el exceso del trabajo psíquico –ese plus de goce que Duras nos exponía más arriba– con la plusvalía, el valor que el yugo de los hombres (¡y de las mujeres!) incorpora a la mercancía.
¿Qué lugar para las escorts, esas cultivadas mujeres que –en muchos casos– lejos de recurrir a la prostitución como resultado de la miseria o la marginación, venden su cuerpo para acceder a costosos bienes suntuarios, tales como caballos de carrera y casas de fin de semana, entre otros? Los poetas –esas “viejas prostitutas de la historia”[3] según afirma José Agustín Goytisolo– aportan lo suyo.
En efecto, por ser uno de los primeros en advertir los efectos que generaba la producción seriada en el ámbito de las beaux arts, Charles Baudelaire anticipó el valor de fetiche que Marx supo darle a las mercancías, cuando trasladó a los objetos más frívolos y banales “el valor cultual”[4] que hasta entonces ocupaba el arte:
“... sólo a través del extrañamiento que la hace inasible y la disolución de la inteligibilidad y de la autoridad tradicionales la mentira de la mercancía se transmuta en verdad. (...) La condición del éxito de esta tarea sacrificial es que el artista lleve hasta sus extremas consecuencias el principio de la pérdida y de la desposesión de sí (...) la redención de las cosas no es posible sino al precio de hacerse cosa”[5], observa Agamben en su análisis sobre la obra de Baudelaire.
Con probabilidad muchas personas que ejercen el particular oficio de escorts conocen o intuyen esta condición de estructura y se sirven de ella aunque con fines bien distintos al del artista o poeta, a saber: desmienten la dimensión del amor que vela nuestra condición de objeto a cambio del fetiche coagulado en la ecuación pene-dinero-mercancía. De esta manera se trastoca el juego. La ficción a la que “El amante” consentía por pura vocación amorosa ha devenido en oportuno y eficiente delivery.
Pero abandonar la dimensión del amor no es sin consecuencias. Sin amor no hay deseo[6], sólo voluntad de goce, se trata de la posición propia del perverso a la que no cualquiera accede sin correr los más serios riesgos subjetivos por más suficiencia que se luzca en los testimonios[7]: una suerte de sacerdotisas del goce al servicio del dios Consumo.
Baudelaire lo dice con todas las letras: “El amor puede derivar de un sentimiento generoso: el gusto de la prostitución; pero bien pronto lo corrompe el gusto de la propiedad” [8]
¿Es que estamos formulando un juicio moral? De ninguna manera, la condición perversa no supone por sí sola maldad alguna. Pero cuidado: sólo es perverso quien puede, no quien quiere. ―Hipocrite lecteur, mon semblable, ―mon frère![9]
[1] Charles Baudelaire, diario íntimo, Premià Editora, México, 1990, pag. 16.
[2] Marguerite Duras, El amante, Tusquets, Barcelona, 1985.
[3] José Agustín Goytisolo, “Bajo tolerancia” en Antología personal, Madrid, Lumen, 1997, pág. 32.
[4] Así se refiere Benjamin a la función ritual de la obra de arte. Walter Benjamin; “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en Discursos interrumpidos I, Buenos Aires, Taurus, 1989, pág. 28.
[5] Giorgio Agamben, Estancias, Pre- textos, valencia, 1995, págs. 97 y 98. La negrita es nuestra.
[6] “Solo el amor permite al goce condescender al deseo”. Jacques Lacan, El Seminario: Libro 10, La Angustia, clase “Aforismo del amor”, del 13 de marzo de 1963, Buenos Aires, Paidós, 2006, pág. 194.
[7] “Las elecciones particulares”, Suplemento Las 12 del diario pág.12
[8] Charles Baudelaire, diarios íntimos, op. cit. pág. 13 y 14.
[9] “Mi semejante, hipócrita lector, hermano mío” .Charles Baudelaire, Las flores del mal, Cátedra, Madrid, 1995, pág. 78.
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