¿Recuerdas que ese día descubriste lo que era el dolor?
Tiernas agujas que se enterraban por todo tu cuerpo; cada que respirabas, cada que intentabas tomar un poco de aire, tiernas agujitas que se iban clavando conforme tu piel intentaba sacarlas.
¿Eran agujas o eran trocitos de vidrio de la botella estrellada?
¿Qué era?
Eso sí: la sangre era hilos sobre tus brazos adormecidos y frente a tu rostro la sonrisa especial de ella y el humo de su último toque.
¿Recuerdas?
Fue cuando te diste cuenta de que ella había abusado del juego y decía estar enamorada no por necesidad, no porque lo sintiera, sino porque urgencia era para ella llenar ese otro hueco que otro hombre había dejado en su vida tiempo atrás.
No te importó.
Ella se valía de ti; tú te valías de ella. Y entre los dos había una extraña complicidad acurrucada por el silencio. Luego de madrugada te sentabas en la cama, encendías un cigarro y la mirabas dormir, tierna, desnuda sobre las sabanas blancas; y ahí pensabas que era inocente, que la vida había abusado de ella como también había abusado de ti.
¿Recuerdas?
La primera vez que lo intentó te mostraste sorprendido. Dijiste entonces que no te gustaban esas cosas, que era peligroso. Ella gritó que eras un niño, se echó a la cama y comenzó a reírse con una intensidad molesta; la tomaste por la fuerza y abriste sus piernas: ella seguía riendo, perdida en el vodka que había bebido antes, en el bar del hotel, entre señores cuarentones con camisas a cuadros desabotonadas y señoras cuarentonas con apestosos perfumes y sonrisas artificiales; abriste sus piernas y sumergiste el rostro en medio de ellas, mientras su carcajada sonaba por toda la habitación, sus carcajadas y: "eres un niño, eres mi niño, mi pequeño."
¿Recuerdas?
Esa noche despertó y puso algo ardiendo en tu pecho; cuando abriste los ojos la imagen te paralizó: ella jugaba sobre ti con un cigarro encendido: por momentos lo pasaba sobre tu piel, por momentos lo acercaba, y el humo que despedía no parecía salir de su punta, sino de tu cuerpo: era como si el vapor de tu piel te doliera tanto, te ardiera más que su mirada entretenida en lo amarillo del filtro, en lo blanco del papel, en la cicatriz grisácea de la punta anaranjada.
"Eres mi niño, mi niño", repitió nuevamente mientras intentaba tragar humo de tu piel.
Al otro día amaneciste con quemaduras.
No te importó. Ella se valía de ti; tú te valías de ella.
Le pediste que usara medias negras. Se las quitó y las puso sobre tus ojos, tu mirada quedó oscurecida. Trajo del pequeño frigobar varios hielos. Los puso en tus labios; te besó y presionó tan fuerte que los hielos se rompieron, mientras tu piel ardía ahora bajo lo congelado.
Poco a poco las cosas subieron de nivel.
No te importó.
¿Recuerdas?
Abres los ojos. El médico pregunta cómo te sientes. Hablas. Pero el médico te dice que no escucha. Entonces no hablas: haces como que hablas, nada más. Mueves los labios y alguien empuja la camilla.
"No se preocupe, se pondrá bien."
Era la sesión de los juegos: en una bolsa de plástico metimos varios papelitos con retos o castigos escritos en ellos. Los dos estábamos desnudos sobre la cama y ya habíamos bebido otra botella de vodka.
Metiste tu mano. Ella tomó el papelito, lo abrió y dijo: "¡reto!, tienes que abrir la ventana y gritar para que todo mundo allá abajo te vea desnudo, pero lo tienes que hacer arriba de una silla."
Jalaste las cortinas y un aire frío erizó tu piel. Estaban en un quinto piso. La gente, en su caminar, permanecía ajena a la ventana del hotel.
Gritaste.
Voltearon a verte. Muchos sonrieron; otros simplemente desviaron la mirada. Al dar un paso hacia atrás para bajarte de la silla te caíste de nalgas y ella comenzó a carcajearse.
"Eres mi niño, mi niño."
Tocó su turno. Sacó un castigo estúpido, si se quiere. Tendría que beber vodka de la botella durante veinte segundos sin despegar los labios de la boquilla. Se puso feliz. Obvio es que para ella eso no representaba castigo alguno. Contaste: "uno, dos, tres... quince... dieciséis... veinte".
Hincada frente al retrete con loa senos colgando torpemente frente a lo blanquecino del azulejo.
No te importó. Ella se valía de ti; tú te valías de ella.
Nuevamente tu turno.
¿Recuerdas?
La lámpara se enciende sobre ti y el médico repite tu nombre.
Con los trocitos de una botella rota ella haría un mapa sobre tu pecho primero, y luego sobre tu espalda.
Te negaste. Era demasiado.
Ella estaba mareada; apenas se podía mantener en pie y aún así quería aplicarte el castigo: aventó la botella contra la pared y los pedazos volaron sobre la cama y la alfombra. Se agachó. Al recogerlos se cortó y comenzó a sangrar. Intentaste detenerla. Los dos parecían bailar al mismo ritmo que el reflejo de los trozos de la botella que los iban deslumbrando; tú caíste primero y varios trozos de vidrio se ensartaron en tu cuerpo desnudo.
(¿Recuerdas que los que más te dolieron fueron los de las nalgas?)
Sangrabas hilos que parecían sujetarla a ella contra tu cuerpo: se acostó sobre tu pecho y repitió: "eres mi niño, eres mi niño."
Intentó levantarse torpemente para seguir el baile; tú estabas mal, te hacía falta el aire y la sangre comenzaba a formar un charco sobre la alfombra. Ella bailó torpemente hacía atrás con sus pies descalzos y luego se inclinó hacia el frente con sus tetas al aire; dijo "voy a hacer lo mismo que tú" y se subió a la silla, alzó los brazos y...
Abre los ojos.
"Abra los ojos", dice el médico. "Pronto se pondrá bien; no se preocupe."
¿Recuerdas que fue en ese momento cuando descubriste lo que era el dolor?
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