junio 18, 2010

Monocromía cultural o los humores del barro

Por María Dolores Bolívar
La obsesión por lucir pálido es tan antigua como irracional. Cremas de perla, productos a base de yerbas y exfoliantes han pretendido desde la antigüedad eliminar las huellas de color que el sol y la genética producen en la piel. Su existencia y comercio revelan la voluntad de modificar el proceso natural de pigmentación, pese a los grandes riesgos que esto implica.
“Destos barros dicen que comen las damas por amortiguar la color”
Lope de Vega

La modernidad y el imperio Español revisitaron la narrativa del color, otorgándole una complejidad rayana en lo absurdo. El número de castas nombradas a partir de las combinaciones raciales que se expresaban en lo que se dio en llamar “color quebrado” (que no es otra cosa que la tez de diversas tonalidades) es símbolo de ese sistema de poder fincado en el color y la pureza de la sangre ―torna atrás, tente en el aire, albarazado, loba, barcino, zambuigua―. El contacto con nuevos mundos resaltó la intolerancia. Palidez y blancura cobraron fuerza en el imaginario de las nuevas culturas.

La extraña costumbre de mascar barro, capturada magistralmente en Las Meninas de Diego Velázquez (1656), iba de la mano con la llamada opilación y era frecuentada por las personas ―sobre todo las mujeres― para producir palidez. Al cabo del tiempo la opilación derivaba en problemas del hígado que imponían al paciente el consumo de hierro. Al consumir el hierro la persona debía caminar para facilitar su digestión y a dicha caminata se la llamaba “pasear el acero”. Este eufemismo, como tantos otros, da a ver la vergüenza que generaba el opilarse o blanquearse ingiriendo barro, no ya por el daño que se provocaba al bazo y al hígado, sino por el temor a que se revelase el color de la persona afectada.

Parecer blanco o que otros creyeran que lo eran era la meta mayor. En ese mundo obsesivo contra la diversidad expresada en la piel, el ser de “color quebrado” o las muchas categorías que el mestizaje imponía a quienes procreaban hijos por fuera de “su raza” o “su color” debió ser causa de un tremendo sufrimiento.

Pero todavía hoy, a la violencia que sigue a la disyuntiva de las canastillas rosa y azul, es frecuente escuchar en las maternidades referencias a la tez blanca o el pelo rubio de los recién nacidos. En la jerga popular “ser prieto” suele significar ser feo, como enuncia la célebre canción de Chava Flores, “¡Ay, qué re prieto escuincle!/Opinaron periodistas que lo fueron a mirar […]” A la inquietud de las madres por constatar la salud de sus críos se suma la de auscultar el color de su piel. El nacer moreno indica, de entrada, que no se está en la clase dominante y que, por ende, se avizora esa suerte de apartheid natural en el que viven los habitantes del mundo hispano que, virtud de siglos de colonización, han aprendido a relegar el color al espectro de las realidades que se eluden a guisa de supervivencia. En el mundo cotidiano la sociedad opera en base a filtros de tonalidad tan brutales que las personas se blanquean, hoy como en el siglo de Lope de Vega.
“Yo voy fingiendo, mi querido esposo,
que estoy descolorida y opilada […]”

Piel y patria blancas
Entre las muchas obsesiones que avivaron la sed de poder de Porfirio Díaz (1830-1915), durante los treinta años de su gobierno, están la de ser hombre científico, afrancesado, civilizado, pero, sobre todo, blanco. Los científicos era el nombre con el que se motejaba a los de su gabinete, por cuya apariencia uno destaca: José Yves Limantour (1854-1935). Nacido en la ciudad de México, Limantour encarna las obsesiones y enormes complejos de Porfirio Díaz como ningún otro personaje de nuestra historia.

Ministro de Hacienda cuando tenía 39 años (1893) Limantour recordaba al General su gloria justo a la edad en que lo abandonaba la fuerza de sus años mozos. Y vivía el General atormentado por la prestancia de su joven rival político. Para las fiestas del Centenario de la Independencia, a celebrarse el día del cumpleaños del dictador, Limantour fue enviado a Europa ―se piensa que a manera de eliminarlo de una posible transmisión del mando― Al compararlos, se puede ver los esfuerzos de Díaz por alcanzar su modelo físico. Ambos lucían el pelo cano y la tez blanca ―uno de forma natural y el otro virtud de los polvos que lo hacían parecer menos moreno. Los dos lucían el bigote cano, peinado y acicalado al estilo europeo.

En sus obsesiones, Díaz quiso parecer más alto, emulando a su colaborador que lo sobrepasaba por varios centímetros. Junto al color de la piel, aspiraba a ser dueño de un rostro anguloso, delgado, evitando la redondez más característica de su ascendencia oaxaqueña. Limantour era veinticuatro años menor que su jefe/general y lo sobrevivió por veinte. Ambos murieron en el exilio, uno derrotado por su ambición, el otro, marginado y condenado a una vejez sin pena ni gloria. En la lista de dolientes no figuró Limantour. Al final de su vida las diferencias obraron a manera de color entre el General émulo y su pálido secretario.

¡Me pretendes alba!
El proceso por el cual se elimina el pigmento de la piel varía en sus métodos. A veces se utilizan jabones, otras píldoras o cremas. En un mundo más sofisticado tecnológicamente cobran popularidad, también, el laser y los tratamientos quirúrgicos. En África, Asia y el Medio Oriente la tradición del blanqueado mediante el uso de químicos se remonta a la antigua Persia. El uso de la hidroquinona y la pintura natural utilizada por las Geishas se insertan también en esa tradición.

A menudo, el blanqueado de la piel va aparejado con otras formas de auto negación, tales como el teñido del cabello, la cirugía facial, la eliminación del vello, la modificación de pies, manos, rodillas y codos. Una brutal exfoliación de las extremidades recurre incluso a lijas o efectos similares de afectación de la epidermis como el de la piedra pómez o pómex, una roca ígnea, volcánica que se utiliza para exfoliar y eliminar la piel expuesta o rugosa.

La cruda realidad para millones de personas resulta de una visión supremacista que considera e impone el que la palidez o la blancura de la piel sea vista como equivalente a gracia, belleza, estatus social.

En un poema de Alfonsina Storni la castidad es equiparada al color, “blanca”, “nívea”, “alba”, “de espumas”, “nácar”. Lo blanco como símbolo de belleza predomina en la literatura, con frecuencia asociado a la tersura, la castidad e, incluso, a la pureza. Y blancos son los personajes no solo de la literatura sino también de la mitología, las religiones, la antropología, la sociología y la historia; así Blanca Nieves, Doña Blanca, Blanca Flor.

Los riesgos del blancor
Los tratamientos para el blanqueado de la piel abundan en el mercado. Pero no todos son controlados por médicos ―o debiera decir, por la ética médica. La hidroquinona se consume hoy cuál si fuese manzanilla. Poco importa a sus muchos consumidores que se trate de un agente tóxico nocivo para los ojos, la piel y otras partes del cuerpo. Sus muchos efectos negativos no impiden que se ensalce su poder blanqueador y cuanto ese efecto influye de manera singular en la piscología de las personas morenas.

Otros venenos, el ácido Azeláico, la Tretinonina o el ácido Kojic se utilizan para sustituir el uso nocivo de la hidroquinona. Menos dañinos que los químicos, aparecen también los tratamientos naturales, como el Arbutín ―a base de diversos tipos de moras―; la miel con azúcar morena y limón; las claras de huevo batidas, también con limón; el agua de rosas; el suero extraído de la leche; las cáscaras de naranja secadas al sol; el agua de arroz; el jugo de papa; las flores del saúco y el yogurt natural.

Socialmente, el tratamiento más efectivo es el de la negación. Se elimina a la morena de las pantallas, de las revistas, de la publicidad. Cuando ésta está presente su verdadera fisonomía se neutraliza. La Barbie afroamericana cuenta con las medidas exactas de la angloamericana. Su tez pareció concesión suficiente a un mundo culturalmente intolerante a la melamina. El color, construcción social por excelencia, se vale pero no las curvas, los labios protuberantes, las diferencias semióticas. Como en el texto de Creto Gangá (1811-1871) la monocromía elimina la exuberancia cultural que se expresa en la fisonomía de las razas:

“Es un compuesto de todo,
es entre hereje y cristiana,
es como su misma piel,
entre negra y entre blanca...”

La política de la negación del color
El pasado mes de junio se desató un nuevo escándalo racial en Arizona. R. E. Wall, director de la obra mural del centro de Prescott, titulado “Go on Green” recibió la instrucción de blanquear el color de los chicos que aparecían sobre su trabajo. Reflejo del blanqueamiento real, el blanqueamiento en la obra representativa prevaleció en la lógica del Director, el Concejal y los Miembros de la comunidad de marras. ¿Sorprende? No. Tratándose de una sociedad que no se mira al espejo y que cuando lo hace es para autocensurarse, la solicitud de eliminar el color resulta apenas lógica. Con iguales pretensiones se exigió en 1997 a Sandra Cisneros, propietaria de una pequeña casa morada en el distrito histórico King William de San Antonio, que pintara su fachada de acuerdo a la paleta de la tradición victoriana.

“El color es lenguaje e historia”, defendió Sandra Cisneros. La paleta que incluye el beige surrey, el azul de Sèvres, el verde Hawthorn o el gris de Plymouth Rock, se niega a registrar los tonos indígenas, el turquesa y el morado. El color no es más que otro elemento de una narrativa. La intolerancia lo censura, filtra o tonifica de manera arbitraria. “Tone down” se dice en inglés al proceso de eliminar disidencia, impulsividad y protesta del discurso cotidiano. Para Cisneros la resolución de aquel conflicto “más grande que mi casita” parecía simple: “If they're not visually bilingual, what are they doing holding a historical post in a city with San Antonio's demographics?” (Si no son visualmente bilingües, ¿qué hacen detentando puestos de rol histórico en una ciudad con la composición demográfica de San Antonio?)

Similar perspectiva aqueja a los gobernantes y comunidad que exigen hoy que los policías detengan a personas morenas para corroborar que se trate de trabajadores legales. Ajenos a que la pigmentación de la piel domina en el planeta sobre un número superior a quienes carecen de ella, los policías de Arizona han recibido la encomienda imposible de identificar en un mar de morenos a quienes, procedentes de México o de Centro América, se hallan en Estados Unidos sin papeles. Y lo verdaderamente preocupante es que reaparezca la ola de blanqueamiento con mayor fuerza, para urdir una tipificación arbitraria de la nacionalidad, la ciudadanía y la legalidad.

Michael Jackson, paradigma de auto negación
Vitiligo, Lupus o procedimientos químicos, resulta difícil explicar en pocas palabras el proceso por el que El Rey del Pop renegó de su fisonomía, su piel y su color, su familia, su comunidad, su cultura. Sometido a un número indeterminado de cirugías, cambió sus labios, su nariz, su cabello. Deseoso de occidentalizarse, recurrió a la química, sin dudarlo, para transformar su apariencia y sus tonos.

A mí, que disfruté de su música y de su talento como todos los de mi generación, me parecía que la obsesión por transformar su apariencia lo convirtió en una víctima más de la auto negación. Hacia el final de su vida Jackson se cubría el rostro, se disimulaba a sí mismo. Pese al reconocimiento que le llegó, casi como la consecuencia esperada de una popularidad fuera de serie, Jackson vivió obsesionado por transmutar el color de su piel y ser un blanco más, uno de esa minoría que sataniza a los de tez morena. ¿Y lo logró? Es probable que su muerte sea consecuencia de esa obsesión. Sometido al dolor de una piel para siempre sensible, adicto a calmantes, analgésicos y drogas que amortiguaban su existencia en eterna transición hacia la blancura.

¿Qué hacer?
Las opciones no son pocas, aunque la búsqueda no parezca adoptar la dirección deseada. El autoanálisis, es el principio. ¡Dejar de mutilarnos o de modificarnos! Como diría un amigo, “erotizar” la realidad sin dar pie a cambios dolorosos, aún menores. Los labios sin carmesí; las axilas y piernas sin afeitar; el rostro con todo y surcos; el cabello tal cual, sin planchas ni soluciones químicas y a tono natural, así sea cano, ralo, hirsuto.

¿Y la piel? Tal y como la pretende esa caja “Crayola Multicultural”: “diseñada especialmente para el aprendizaje participativo de la identidad, la familia y la comunidad, con sus nueve tonos necesarios para la mezcla interracial: Chabacano, siena quemado, cobrizo, durazno, sepia, beige, blanco y negro, para combinar.

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