mayo 28, 2010

Sexo débil


1
“¿No te das cuenta?, con tus actitudes fomentas el patriarcado debido al cual hemos sufrido nosotras durante años, y me incluyo, ¿eh?”, su tono era más bien melodramático, incluso cuando claramente se dejaba ver alguno que otro cursillo de oratoria, la mirada fija, inyectada por lo que supuse era un auténtico coraje, una rabia contenida, y alrededor de nosotros, en ese parque, uno que otro curioso volteaba a vernos, acaso con la creencia de presenciar un pelito común y corriente entre una pareja; pero yo siempre llevaba las de perder, pues en cuanto le suplicaba que bajara el volumen, parecía encenderse todavía más con lo de “el control impuesto por el género masculino”, por lo que la mayoría de las veces le daba la razón con tal de que se callara, asentía moviendo la cabeza y alababa sus capacidades analíticas.

2
Su nombre era Laura, y, como una de las principales dirigentes del movimiento feminista radical, llevaba más de cinco años no con ese nombre, sino con el alias de Madame Beauvoir. Nos conocimos en un seminario de Historia de México, el cual, por cierto, me resistía una y otra vez a cursar; sin embargo, luego de que papá amenazó con cancelar mi mesada, ni hablar. Lo primero que me llamó la atención, para mal, fue que ella interrumpía una y otra vez al profesor ―un viejito calvo de trajes antiquísimos― para alzar la voz y decir que “la historia, no sólo la de México (hecha por condenados bragados y bigotudos golpeamujeres), sino la universal, pasando por la bíblica, estaba hecha desde una perspectiva masculina, porque las mujeres siempre hemos estado sometidas a poderes contrarios a nuestra naturaleza”.

Para nada me llamaba la atención su ideología, o sus muy expuestos puntos de vista, o que varias mujeres anduvieran tras de ella rindiéndole pleitesía, haciendo referencia a ella como la máxima dirigente, la que tendría voz en el congreso próximo a celebrarse, nada de eso; mi atracción, si es que la había, era meramente carnal, pues desde el primer momento que la vi frente al pizarrón, dando manotazos al el aire, como poseída, en lo primero que me fijé fue en sus senos, ya que, aún cuando eran de tamaño regular, mostraban una consistencia y una solidez que a mí me dejaban anonadado. Fue cuando pensé en acercarme a ella, quizás en hacerme su amigo, sin embargo estaba claro que tenía un problema: yo soy hombre, común y corriente, poco inteligente (seamos sinceros), y si había entrado al seminario fue más por la presión de papá. ¿Qué podía hacer? si a ojos de Madame Beauvoir pertenecía al sexo opresor, al patriarcado, tanto en la cultura china, como en la maya, como en la universal. En conclusión, no era más que un neanderthal ante sus ojos.

3
Mientras cubría de cinta adhesiva las dos bolas de periódico que pensaba usar como senos, parte de mí sabía que no daría resultado, y cuando por fin me atreví a mirarme en el espejo, luego de que me puse el vestido aún húmedo de mamá me sentí deprimido y por primera ocasión renegué de mi sexo: más tardaría en presentarme ante la Madame en que todo su sequito de seguidoras se dieran cuenta de mi disfraz. Desistí de tales intentos y regresé el vestido al tendedero, no sin antes admirar los gustos de mamá.

4
De vuelta en clase, la militante que me quitaba el sueño se puso de pie nuevamente para interrumpir la clase del profesor. No lo pensé dos veces y en automático me levanté de mi asiento y grité que “por mi parte tenía todo mi apoyo. ¡Sí, usted, amiga, y reconozco mi culpa por pertenecer al patriarcado!” Todos en el salón voltearon a verme, como si en el fondo más de uno dudara de mis capacidades intelectuales; no obstante, El rostro de Madame se iluminó por fin con una sonrisa y luego dijo que “realmente se necesita mucho valor para renegar de su propio género y sobre todo de su condición de hombre”, palabras gracias a las cuales más de un amigo me retiraría su amistad.

Y ese fue el inicio de mis descensos al infierno del feminismo radical.

5
Cuando salíamos, casi siempre a conferencias aburridas o a repartir volantes a las afueras de las estaciones del metro, casi me hacía interrogatorios policíacos respecto a lo que sentía al ser hombre, qué pensaba de la mujer como mujer guerrera portadora de luz, qué pensaba del segundo sexo. Y sólo en ocasiones conseguí que por fin se quedara callada. El colmo fue cuando intenté tomarle la mano mientras nos encontrábamos afuera de una estación del metro, repartiendo los últimos volantes de una campaña de conciencia a favor de la mujer y se puso furiosa. Me dijo, abriendo la boca lentamente, como si le costara un trabajo inmenso pronunciar cada letra, que el hombre tomaba la mano de la mujer en un acto que sólo venía a significar que, en el fondo, buscaba dominarla como uno más de sus sucios objetos sexuales. Dije: “¡pues no te agarro y ya!”, limpié en mi pantalón la sudada palma de mi mano y la dejé con su dictadura en la boca mientras me iba a comprar un helado de limón, y aún cuando cualquier hombre decente la hubiera mandado al carajo, al contemplar más de cerca esos senos, al atisbar un poco cada vez que se agachaba a sacar más volantes de una caja de cartón, me volvía a extraviar, quedando en sus manos.

Hasta que vino el episodio del congreso.

6
El dichoso Congreso sería en el auditorio de un conocido hotel, donde se darían cita reconocidas feministas e investigadoras del tema, una que otra diputada y una joven actriz, cuya imagen representaba una campaña en contra de la violencia hacia la mujer (la actriz aparecía exageradamente golpeada en carteles y espectaculares).

Hasta cierto punto empezaba a sentir algo por Madame Beauvoir, ¿amor?, quizás, aún cuando hoy me resulta increíble que existan hombres que se enamoren de mujeres así (o peor aún: que soporten mujeres así); un día antes de su conferencia magistral, aquella tan esperada por todas sus seguidoras, decidí presentarme y mostrarle todo mi apoyo.

Al principio me negaron la entrada tres mujeres altas, robustas y con corte de cabello a lo militar, pues el evento era única y exclusivamente para mujeres (lo cual no me quedaba tan claro); sin embargo, no sin pasar ciertos apuros, logré entrar por el estacionamiento, justo cuando las puertas se abrieron para que entrara el autobús con la comitiva proveniente del estado de Durango. Si bien es cierto que una vez dentro comprobé que efectivamente las asistentes en su totalidad eran mujeres, también lo es que entre éstas muchas poseían una imagen más varonil que la mía, e incluso era común el atuendo de pantalones de mezclilla, camisas a cuadros y botas vaqueras, por lo que pude pasar desapercibido hasta llegar al estrado, frente a una manta gigantesca con la imagen de la auténtica Simone de Beauvoir, mientras alguien en el sonido anunciaba que faltaban pocos minutos para que diese inicio la conferencia magistral. Se apagaron las luces y alcancé a situarme hasta el frente. Lo demás es una sucesión veloz de imágenes, donde ella, arriba del estrado, frente al micrófono, guarda un silencio sepulcral una vez que nuestras miradas se encuentran, una vez que desde abajo alzo mi brazo y digo: “¡hola!”, o “¡suerte!”, como si una timidez repentinamente se apoderara de ella ante el asombro de todas aquellas feministas radicales, algunas de las cuales también se asustaron, como si en su vida hubiesen estado frente a un hombre y sin que me diesen tiempo de dar explicaciones cuatro de las más varoniles mujeres se abalanzaron sobre mí. La última de las imágenes es cuando me lanzan a la calle, golpeado, expuesto a la humillación pública por el “sexo débil” que de débil no tiene nada, frente a una Madame Beauvoir que no se cansaba de lanzar maldiciones y que juraba, como si no hubiese hecho ya, cobrar una venganza en nombre de las mujeres.

No hay comentarios:

Publicar un comentario