mayo 18, 2010

La mirada de Medusa

POR José Luis Durán King

En uno de los diálogos escritos con su característico cinismo –que, entre otras cosas, era la marca de la casa—, el escritor francés Louis Ferdinand Céline o, mejor dicho, su personaje más entrañable y alter ego Bardamu, escucha que un amigo le dice con tono incluso de melancolía: “¡Ay, Ferdinand, mientras vivas siempre buscarás el secreto del mundo entre las piernas de una mujer!”
Citas de escritores que han liberado los demonios de los deseos carnales en sus obras son legión. Pero no sólo los artistas han mostrado poco empacho en confesar o imaginar a través de sus creaciones la multitud de damas que han sido visitadas en sus lechos o perdido la virginidad o los calzones detrás de un árbol, quizá recuerden a la que se fugó a la medianoche con el pillo de la colonia, o a la secretaria, la enfermera, la aristócrata o la obrera, la gorda o la flaca, la chaparra o alta, la veleidosa rubia o la morena de fuego, todas, pero todas, han avivado en momentos en los que posiblemente ni imaginan la flama de la posesión en alguien, hombre o mujer, y que ese alguien está dispuesto a romper con su pasado, presente o futuro o, por lo menos, a dejar el tibio lecho del matrimonio o el compromiso para ir en pos de la brevedad disoluta del instante.
Hipocresías aparte, los hombres son (somos) infieles por naturaleza; es decir, está en nuestra naturaleza, y el que lo niegue, o simplemente es un reprimido disfrazado con la coraza de lo políticamente correcto, una víctima del malestar en la cultura o un muerto que camina como un espectro en medio de una multitud jovial de vivos.
Mi padre murió a los 50 años. Poco antes de que me dejara con un vacío en el estómago que no he podido llenar, yo observaba su tranquilidad, su cercanía con mi madre, su sedentarismo, y de alguna manera yo adivinaba que, cuando tuviera esa edad, estaría libre de los mordiscos tibios del sexo.
No fue así. Ahora que he rebasado la edad en la que él falleció, un rostro hermoso, una grácil figura, me causan los mismos estragos que antaño. Veo caminar a esas diosas cotidianas, flotar en el vapor que levantan las gotas de lluvia al reventar su efímera consistencia de suicidas sobre el asfalto y me imagino historias, dulces todas ellas, nostalgias de una vida con mujeres de las que no conozco siquiera el numero que calzan.
¿Cómo evitar el impulso de tejer un capítulo de amor con algunas de ellas? ¿Les sucede a todos los hombres lo mismo? Creo que sí. Creo que también ocurre con las mujeres. En una ocasión, cuando galanteaba a una mujer que estaba a punto de divorciarse, un proceso en el que yo puse mi granito de arena para catalizarlo, le llamé por teléfono. La conversación que sostuvimos no la recuerdo. Lo que sí se quedó enquistado hasta el fondo de mi memoria fueron las palabras que me dijo cuando nos encontramos en un café: “Hoy, mientras te escuchaba, me mojé”.
En esas complicidades, confesadas o no, radica el misterio de los amantes, de los furtivos, de los infieles, de los que reverencian la naturaleza ¿humana? con el más placentero de los instintos, en la acción y reacción, en la química orgánica que se produce entre dos, sean o no del mismo sexo. Uno pide y el otro da. La urgencia se vuelve emergencia e incluso las paredes que aún están frescas de la relación que con la velocidad del rayo queda atrás, se resquebrajan, se vuelven pasado inmediato.
Contrariamente a lo que la generalidad cree, la infidelidad duele y nunca pierde ese aroma nauseabundo de traición, aunque, como Lady Macbeth, laves las paredes y los pisos con Maestro Limpio. El pecado, por llamarle de alguna manera, se convierte en bajorrelieve, nunca en costra.
Una vez un amigo me preguntó con cuántas mujeres me he acostado en mi vida. Dije no saberlo, que no las he contado, y es cierto. No recuerdo cuántas, pero sí guardo en la memoria los romances que fueron fruto de la infidelidad, porque, quizá por su peculiar génesis, esos amores no están destinados al olvido, porque con la memoria de su ominosa presencia son como la Medusa: no puedes dejar de verla, aunque estés condenado a convertirte en piedra en cuanto la mires directamente a sus ojos llenos de pasión.

3 comentarios:

  1. nadie es fiel, pero el placer de la infidelidad radica en su proscripción

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  2. ¿Y no es que en la infidelidad logras un total? Entre varias personas obtienes un total de situaciones que hacen completa la experiencia de estar vivo. Lo que una no tiene, se encuentra en otra.
    Tal vez, habría que plantearse algún club de amigos intercambiables.

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  3. José Luis que buena ventana al cerebro masculino, cuéntanos mas, dinos porque no se enamoran como nosotras, dinos que es lo que les hace especial una relación acaso todas son iguales? Que ocurriría en su cabeza si nosotras actuáramos igual? Neta sería desgarrador? o solo se dan golpes de pecho porque les enseñaron que son muy machos y nadie les quita su hembra? No dejes de traducirnos el lenguaje masculino que para algunas nos es mas complicado que aprender chino jajaja

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