mayo 21, 2010

Fantasma

Por Óscar Garduño Nájera
Para “Pescadito”, quien
afortunadamente sigue con vida.

Sé bien que no es un fantasma y sin embargo es intangible, irreal, como uno de ellos, nada más que cubierta con una sábana que se quita a ratos, no para espantar, ¡qué va!, sino para mostrar un rostro distinto al de los demás, o al menos distinto al mío, aunque a veces también mi rostro parece de espuma.

Repito: no se trata de un fantasma, lo sé; no obstante, es tanto su empeño y su voluntad por serlo que a veces creo que terminará siendo el más temible de los fantasmas, mientras le roba sábanas blancas a los demás y se empeña en habitar esa casa a oscuras, donde quizás permanece el eco de los gritos los niños y el del tic tac de su marido tecleando, histérico, frente a la computadora.

A veces cierra los ojos y la sábana se viene abajo. Entonces consume muchas pastillas, desesperada, mientras sus manos no dejan de temblar frente a las mías. Es decir: las forma en hilera una tras otra, cuenta hasta tres, toma la primera, luego la segunda y así hasta que acaba con ese festín.
No se trata de un fantasma, lo sé, y cuando se lo propone aún consigue emitir algunas palabras, algunos balbuceos junto con saliva que yo me encargo de limpiar.

Tiene miedo a los espejos. Cada que se encuentra con uno quita la sábana de su rostro y sin pensarlo dos veces, la avienta.

Puedo asegurar que no hay fantasmas que griten tan fuerte y con esa voz tan escalofriante, que parece sacada del mismo infierno.

Además, sé que no es un fantasma porque tiene cuerpo y mente, y porque un fantasma no podría tomar tantas pastillas al día, ni llorar, ni acariciarse las venas, ni limpiar mi sangre…sé bien que los fantasmas son felices desde que descubren su identidad ―o al menos es lo que me sucedió a mí― ella, en cambio, ignora quién es y cada que se atraganta con el ejército de pastillas duerme más de quince horas, aferrada a esa sábana donde también yo duermo, a su lado.

Espanta, sí, y puedo asegurarlo: a la rutina del día a día, al perseguir sombras abandonada dentro de esa casa, junto a los niños, al lado de un esposo que se pierde en la pantalla de una computadora; al andar de allá para acá, por rincones sin luz, frente a la vida que ella creía tener en las manos, y la cual ahora, tras grises años, se oculta dentro de un jarrón de la casa.

A veces cierro los ojos, la veo y por momentos llego a creer que su marido y sus hijos son los míos; es cuando no consigo estar en paz: imagino una vida paralela a la mía, con las mismas deficiencias, con los errores de siempre y con ese mismo miedo a vivir que me orilló a mí a rebanar mis venas.

No es un fantasma, incluso cuando daría todas las sábanas manchadas de sangre por espantar a su mamá y escupir sobre su tumba. Algunos fantasmas también escupimos, no hay que olvidarlo.

A veces abro los ojos, regreso, y comprendo que lo suyo es una existencia poco apropiada, un irse desmoronando como migajas de pan que caen sobre la mesa, al lado del combate de ejército de pastillas contra la lengua, la garganta, y un estómago jodido de tanto dolor.

No es un fantasma. Al repetirlo trato de entender lo que realmente es ella.

Cuando camina parece que flota y su rostro ―para quienes lo hemos visto debajo de esa sabana― es blanco, como la cocaína… el ejército de pastillas es remplazado de acuerdo a un protocolo de guerra y entonces ella llama a ese otro ejército: el de la heroína y las agujas en busca de las venas-autopistas. Cuando la primera de las fieles agujas se hunde, ella vuelve a espantar a los que se encuentran a su lado; entonces su marido alza la vista de la pantalla y acaso murmura un insulto. Todo dentro de la casa es desorden, mientras ella cae frente a un espejo, donde todavía me encuentro yo.

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