junio 29, 2010

Obsesión/Compulsión: Experimentar la contradicción

Por Ximena De la Cueva

Las caras del conocimiento y del control de las situaciones son a veces demoníacas; pueden hacernos virar la mirada o provocarnos fascinación y llevarnos a permanecer absortos ante ellas para sucumbir a sus caprichos.

Como miembros de la sociedad, tenemos roles específicos por interpretar y, si de manera consciente además de voluntaria, pertenecemos a las de Occidente, nuestras acciones se ven claramente delimitadas y podemos reconocerlas incluso en latitudes ajenas. Después de medir las tonalidades corporales, Stanley reconoció a Livingstone por sus manías y su gusto por la moda victoriana; por eso es factible decir, aunque parezca contradictorio, que a partir de estas determinantes decidimos y asumimos las formas que toma nuestro cuerpo con sus respectivos apéndices y las maneras en que se mueve por las construcciones sociales.

Como parte de la educación y la elaboración histórica de las formas de pensamiento, se nos enseña con cuáles parámetros, en qué condiciones y de qué manera es necesario llevar a cabo las prácticas de convivencia, sea con nosotros mismos o con esos que conforman el gran colectivo de “los demás.”

Cuando en la paz de estas prácticas, que llamamos usos y costumbres empieza a gestarse una acción fuera de orden, produce un malestar generalizado, un dolor de cabeza social y dolorosamente individual para el que las aspirinas son un tanto más elaboradas y su ingesta más compleja.

El control, la estructuración y la disposición de actitudes y procederes necesarios para la convivencia, son herencias que, aunque tienen una base biológica, aderezamos con especias crecidas en las disposiciones de los diferentes grupos a los que cada quien pertenece. En este escenario es donde aparece el individuo, ese con valores neuronales diferentes, con rituales propios, con necesidades cognitivas alternas, que inserta distorsiones en las sociedades. Francisco de Goya afirmó terrible y lúcidamente que el sueño de la razón engendra monstruos y Edvard Munch fue uno de tantos artistas que encarnó el aforismo que atormenta el pensamiento.

El Desorden Obsesivo/Compulsivo alinea elementos mentales que se expresan materialmente en actitudes frente a los objetos y a la realidad tangible, como exageración, demasía y otros términos exacerbados, y los lleva a formar parte de la cotidianidad de quien los presenta. Es relativamente fácil y común concebirnos como obsesivo-compulsivos, pero para llenar la clasificación tendríamos que cumplir con requisitos menos seductores de lo que imaginamos.

Puede resultar incluso atractivo pensarnos con estos matices, pero su complejidad y falta de control simplemente puede imposibilitar la socialización; es cierto que encontramos ejemplos por demás atractivos en personajes más admirados que detestados, las aversiones las guardamos para los ordinarios y grisáceos.

La idea de un pensamiento parásito para explicar este tipo de desorden además de evocadora y generadora de poemas resulta por demás clara. A veces uno se pregunta si esa facilidad de producir palabras no nos lleva a conceptualizar de manera simplista, la fascinación que ejercen los sonidos y las imágenes con ellas relacionadas se nos enredan en las figuraciones y los imaginarios empiezan a cambiar de forma y a hacer reaccionar los espacios. Aquí es donde una vez más, el Positivismo entra a determinar las formas y los contenidos, aunque las pertenencias personales puedan guarecerse bajo llave. Tomados de la mano y sonriendo coquetos al orden, los psiquiatras y psicólogos entran entonces en escena. Resulta que la deidad pertinente los colocó en este mundo (y seguramente en otros) para restablecer el equilibrio y hacernos entrar en cintura mental y poder ser parte de nuestros grupos sociales correspondientes.

Sabemos de rituales exóticos usados para controlar todo aquello que captura al obsesivo-compulsivo y le produce ansiedad, y es en ellos donde más claramente vemos la problemática asociada. La racionalidad es entonces un elemento fundamental en situaciones que implican este desorden, que de entrada resulta problemático nombrar por su sonoridad caótica. El obsesivo necesita comprender para solucionar, actúa siempre para resolver, y es la personificación de la lucha de contrarios, su obsesión, precisamente, es contrarrestar su idea de caos específico a través de la generación y producción de su contrario; y si bien es cierto que sus acciones son repetitivas e incontrolables, es precisamente su racionalidad y complejidad de pensamiento lo que hace que el primer paso en el tratamiento sea lo actualmente se llama “Psicoeducación”. Y una vez más caemos en la suma de preguntas que endurecen los caminos a las escuelas o los reblandecen y los hacen intransitables: ¿qué tal si dentro del proceso educativo recibiéramos información y formación emocional y psicológica (con prácticas de campo incluidas)?

En este siglo que ya cumple su primera década, la certificación de la Psicología está en proceso de gestación, al menos en los proyectos de psicólogos preocupados y comprometidos precisamente por la sobrepoblación de subdiagnósticos de los más diversos desórdenes, lo cual se detecta en la cantidad de personas inmunes a tratamientos interminables y con formas de pensamiento y corazones fracturados en medio de espacios inmensos, donde la inmensidad se mide por la incapacidad elaborar destinos y voluntades.

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