junio 04, 2010

Erotismos polifónicos y separaciones anatómicas

POR Miguel Ángel Quemain
Tomando la novela La burladora de Toledo de Angelina Muñiz Huberman como ejemplar de lo que entendemos como sexual con sus atróficos roles, el autor nos advierte que las diferencias de los sexos no las dicta la genitalidad que se busca bajo las ropas sino un tejido fino de sensibilidades que apenas estamos en trance de explorar

Al final del siglo 19 comenzó la legitimación de un mirador que prometía completar las visiones parciales que los hombres habían elaborado sobre la vida de las mujeres. Un lugar de observación privilegiado para comprender de otra manera los vínculos entre lo femenino y lo masculino, entender sus diferencias y semejanzas y ofrecer, en el mejor de los casos, un nuevo paradigma de comprensión entre los sexos.

Las diferencias se muestran en un permanente ejercicio de diferenciación pública y se designan a sí mismas como escrituras homosexuales, gays, lesbianas. No creo que los temas definan el sentido de la escritura. Pienso que en una dimensión inconsciente de la obra y del autor (que son distintas) ocurren y concurren múltiples formaciones fantasmáticas que enuncian su identidad sexual de manera inestable, dinámica, dialéctica, funcional, en fin, siempre móvil.

En esta entrega nos preguntamos sobre la homosexualidad femenina y lo que propongo aquí es el ejemplo de una polifonía textual donde prolifera el estallamiento de los géneros, en la escritura y en esa dimensión física de lo genital.

La burladora de los géneros
Traigo aquí una novela que me parece ejemplar como registro múltiple de la escritura, sus expresiones de lo femenino, su abolición polifónica de los registros ordinarios de lo que entendemos como sexual con sus atróficos roles y de los sexos que murmuran, vociferan y gritan su contextura, su origen. Se trata de La burladora de Toledo de Angelina Muñiz Huberman (Hyres, Francia, 1936), para quien la literatura es una indagación sobre los procesos de la lengua, un empeño por descubrir los mecanismos que hacen posible la escritura en el momento mismo en que se realiza, un diálogo permanente e indisoluble entre tradición y creación. Tradición significa muchas cosas, pero básicamente conocimiento del idioma y su tránsito, de la antigüedad a nuestros días.

La burladora de Toledo de Angelina Muñiz Huberman propone un conjunto de lecturas inabarcable por la complejidad y el trenzado de múltiples temas, por la diversidad de recursos que emplea y su significación como forma de conocimiento y reconocimiento del mundo, por la capacidad de reunir, abolir, reinventar, crear y relativizar las posibilidades de esa ilusión que llamamos tiempo, por la convocatoria exigente y jubilosa de autores y obras en un tapiz profundo de referencias e intertextualidades que van de la cábala hasta el mundo mediático.

Referencia primera a Elena de Céspedes que yace, mora, en un expediente inquisitorial que se reserva y se anima frente a la imaginación de una mujer postrera que le infunde un alma poderosa e irreverente que se actualiza en pleno siglo 20 bajo los signos de la dualidad que fue el destino imaginado, burlador, subversivo, conversivo de su esencia doble, duplicada por el espejo verbal que teje el barroco de esta novela empeñada en recuperar el género bajo la lección cervantina que propone una novela múltiple, polifónica, musical y profundamente plástica.

Angelina Muñiz despliega un umbral que ofrece las llaves de varios pasajes a través de tres epígrafes, uno de Montaigne sobre la semejanza y la diferencia, otra de Octavio Paz que es una invitación a reconocerse en el mundo, otros que nos dan plena existencia y que no son si yo no existo y una más de Amoz Oz que invita a pensar en un mundo donde la brecha entre los sexos termine por estrecharse hasta transformarse de tragedia en comedia de errores y la creación no sólo sea una herramienta estética sino un imperativo moral mayor y un profundo y muy sutil placer humano.

La profunda sabiduría de una novelista que no pierde de vista su primera creación narrativa, sus intelecciones de investigadora y académica, su intima relación con el cuerpo, con la madre, con sus genealogías siempre presentes, se interna en el tapiz de la historia para ofrecer un personaje histórico no sólo poco estudiado sino oscurecido por esas limitadas herramientas de una historiografía que progresa en la descripción sin encontrar las raíces profundas de las motivaciones que dan vida y actualidad a un personaje como Elena de Céspedes y a todos los tiempos que la contienen y donde es admirablemente contenida bajo la mirada de un narrador poliédrico.

Entra en materia sin miramientos y anuncia el honor, el privilegio y la habilidad de disponer de dos sexos y con ello la moralidad estética de renunciar a una sola definición, a la clasificación del género sea cualquier posibilidad que esto entrañe, desde lo estético hasta lo corporal.

Trance de la alteridad, dos porciones de una misma necesidad que cruzarán la novela en variadísimas referencias resultado de ricas, complejas y sorpresivas asociaciones que ponen en el presente de la narración tiempos, autores, sensibilidades, y una verdadera historia que empieza con la flexibilidad de un gato que se eterniza y acompaña al que escribe y al que lee.

Emanación que se presiente y se mira como naturaleza bivalente, o mejor dicho polivalente como las situaciones que adereza el azar, el origen y el contexto de las cosas que se suceden, imaginan y acontecen en esa novela. No es fácil entrar en materia frente a la riqueza de esta propuesta.

No es gratuito que este universo comience entre las sábanas, en ese saber despertar que es mimesis de la flexibilidad de un gato-gata que pone en movimiento sus elásticos músculos “para que despertar ya no fuera una fastidio”, abolición de la rutina y la mediocridad, esa palabra y esa descripción de un mundo que se abomina en esta novela permanentemente inconforme.

Advierto que no procederé cruzando la multiplicidad de referencias que vinculan esta novela al pasado artístico de la autora y me referiré, en la medida de mis posibilidades críticas, al universo exclusivo de este libro que encierra y abre muchos mundos.

El mundo de la historia
La autora ha explicado en algunas entrevistas el origen de esta novela, ha expresado su gratitud con quien le abrió los detalles de esta historia y cuenta sus indagaciones sobre un personaje del siglo 16 que fue sometido a las crueles y metódicas inquisiciones de un aparato burocrático que creyó representar y defender la voluntad de Dios en la tierra.

El personaje es Elena de Céspedes una esclava liberta a la muerte de su ama que toma su nombre e incursiona en la carrera de la medicina, la sastrería y cuya vida se vio signada por el tránsito entre dos sexos sin que sepamos a ciencia cierta si se trató de un caso de hermafroditismo o burló sagazmente, eficazmente a unos inquisidores, sobre la realidad de su sexo.

Cualquiera que sea la verdad, verdades que se consignan puntualmente a lo largo del texto, lo que importa aquí, me parece, es la forma en que la imaginación nutre un accidente documental para instalarse en el territorio de la imaginación que construye una forma de la verdad, lejana y diría imposible para los historiadores (hay excepciones como la del San Luis de Jacques Le Goff), para una cauda de novelistas que se dicen fieles al transcurso de los hechos y periodistas que “reconstruyen” realidades históricas apoyados en la investigación documental.

Aquí, aunque el material sobre el que se sostiene la ficción es un documento que testimonia la existencia de una mujer del siglo 16, lo fascinante es la construcción, la creación del mundo interno de un personaje que se muestra infinito en sus posibilidades epistemológicas y en la vastedad de su pensamiento perseguido, callado, sospechoso.

No es una novela histórica, es un bordado fino sobre la historia. Es la crónica de un mundo interno que en primer lugar enfrenta el problema del tiempo, el tiempo del recuerdo, la imposibilidad de su media, pues “sus recuerdos saltaban en desorden y el tiempo se le aglomeraba como racimos de uva que no se sabe por cuál empezar a cortar”.

Pero también es un tiempo del que se ha adueñado y que comparte con el lector: “Se repetía: el tiempo es mío: hago lo que quiero cuando quiero”. Una de las claves formales de la novela que le permitirá, como a Cervantes, proponer cualquier situación que su imaginación le dicte.

Una novela-novelo, arte de la interpretación.
La medicina, que es otro de los ejes temáticos del libro, es una disciplina que está entre lo artístico y la ciencia. Diagnosticar es otra práctica interpretativa cuyo poder reside no sólo en quién la práctica sino también en quién la consulta.

Valdría la pena volver a ese texto extraordinario de Levi Strauss, el hechicero y su magia para entender cómo está construido el poder fascinante de esta cirujana que aprende humildemente de Mateo Tedesco, un personaje que “tenía ideas diferentes a la del resto de sus colegas y esto le había creado problemas. Era un hombre apegado a los libros de Maimónides, un hombre de mundo que desconocía las fronteras geográficas y conceptuales. Un transfronterizo como elena-eleno-angelina.

Se debatía entre la palabra y la vida, la verdad se dividía entre lo comprobable y lo imaginario. Certeza de poeta donde el reino de la ambigüedad se instaura de modo irremediable, y tanto que las definiciones no sirven de mucho. Creía, producto de su observación, “que el mundo se movía por cópulas”.

Hay varias dimensiones de la novela que traen un conjunto de temas que conservan su actualidad: la relación entre la ciudad y las mujeres, las posibilidades ilusionistas del vestido que “puede modificar la comprensión del exterior”, la complicidad entre amo y esclavo, las ocultas fuentes internas que se desbordan y la vida escindida que se guarda celosamente en secreto para que no se convierta en una arma que se vuelva en su contra, la normalidad de un mundo doble que nada tiene que ver con la popular doble personalidad.

La vida no sólo es sueño, lo es, pero sólo para unos cuantos capaces de filtrar lo real a través de ese mundo cargado de símbolos y metáforas. La vida es apariencia y el vestido es la piel de un cuerpo que bajo esa estratagema engaña al vulgo y a cualquier cercano interlocutor con el disfraz, por lo menos, del género.

Digo disfraz y me remito a una dimensión profundamente teatral de la novela. Me refiero a lo teatral, que El Quijote le conferirá a la novela del siglo 16 en adelante, convertido en paradigma de esas indagaciones sobre el mundo como un escenario poblado de personajes que bajo la lupa de lo novelesco adquieren dimensiones extrapoladas de su humilde realidad.

La teatralidad, el fingimiento, la ficción dentro de la ficción son ejes que no dejan su presencia al interior de la novela. El mundo del circo, la dimensión erótica de lo humano y sobre la mediocridad del mundo y los pesares que provoca, una antimelancolía que preside el mundo narrativo en una estructura que propone una visión no patológica de la melancolía (una antimelancolía que mantiene viva la pregunta sobre el deseo) que, tiene sus épocas.

Una novela de potente escritura que juega con las épocas y que no deja de señalar el dolor/placer de la escritura, su abolición de la moda que es inclinación hacia lo clásico que cabalga en su rocín a lo largo de la novela. Su abjuración de la normalidad que no es más que normalización de un mundo borreguil y políticamente correcto, donde la ausencia de las formas de la crítica campea por dondequiera.

Las diferencias de los sexos no las dicta la genitalidad que se busca bajo las ropas de Elena/Eleno sino un tejido fino de sensibilidades que apenas estamos en trance de explorar. Que así sea.

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