julio 05, 2010

El Cristo de los marineros

Por Óscar Garduño Nájera

1
Frente a Ella la soledad, las llaves bien abiertas y el gas que parece ahogarla dentro de la humilde vivienda. Observa sobre la mesa al Cristo crucificado de yeso, de tamaño regular. Encomienda su alma mientras suspira en el ardor de sus ojos y sus pulmones agrietados: sabe que su esposo llegará pronto y abrirá la puerta. Se prepara (o al menos así lo cree): unas piernas escuálidas, la piel reseca que se abre frente a cicatrices invisibles, porque sabe que existen, su madre lo dijo:

“Cicatrices que nadie ve pero que llevas por dentro; cicatrices para las que no sirve ninguna cura.”

Un vestido sencillo cubre su cuerpo y una sonrisa aparece pintada a medias sobre un rostro que se adivina desesperado; el cabello sucio amarrado en cola con el alambre de la envoltura de un paquete de pan, cuando todavía alcanzaba para pan.

2
Él maldice su vida porque intuye que es la única forma de seguir. Se prepara frente al Jefe para escuchar los mismos regaños de siempre: puntualidad, honradez, compromiso con la fábrica... en esa voz que parece gorilear desde un interior hueco como panza de tambor. Aprieta los puños sobre el escritorio porque sus dientes ya no resisten. Quisiera levantarse de la silla, pararse frente al gorila de traje y escupir en su cara. No lo hace: lo piensa y elimina el pensamiento de su mente, aprende a sobrevivir mediante el olvido.

El Jefe Domínguez abre aún más los ojos, se echa para atrás en la silla casi presidencial, regresa a su posición original, entrelaza sus finos y delgados dedos, manicura incluida, estética fina, mientras un ligero viento levanta algunas de las canas que ya pinta en el escaso cabello arriba de las orejas. Dice así, gorileando, con la paciencia de un mono sabio: “Señor Martínez: disculpará que sea yo quien tenga que darle la noticia…”

“Por fin se va a atrever el infeliz”, piensa él mientras mueve la cabeza más por obediencia que por entender las palabras del sensacional jefe.

“Créame que siento una muy profunda pena… amigo.”

3
“¿La vida?, ¡sabes acaso lo que es mi vida?, ¿sabes lo que ha sido nuestra vida?, ¿entiendes?”, alguien podría asegurar que Ella habla con el Cristo de yeso: los gestos que hace cada que pronuncia una palabra son como cuando hablas con alguien, como cuando esperas respuesta de tu interlocutor. Aprieta el cuello de Cristo; repentinamente quisiera aventarlo contra el suelo.

Talla sus ojos, y cuando quita las manos alcanza a ver borrosa la cabeza del Cristo, como si se tratara del Cristo de los marineros que se encuentra en el fondo del mar, como si Ella fuese una hermosa sirena que nada a sus anchas por donde se le pegue la gana. “¡Cabrón!”, grita frente al cuello apretado de Cristo.

4
Por debajo del escritorio Él juega con sus pies. Jefe Domínguez clava su mirada y Él se quita ese zapato que le viene dando tantas molestias desde que comenzaron las primeras lluvias, ese zapato hipopótamo que traga y traga agua por la boca descocida de enfrente. El Jefe Domínguez frunce el ceño y pregunta: ¿a qué huele?, Él regresa, lleno de vergüenza, el pie al hipopótamo.

“Dígame, señor Martínez… ¿usted es casado, verdad?”

5
Si pudiera vestir al Cristo con ropas distintas le pondría un traje de gala, pero en cuanto intenta arrancar ese feo atuendo que siempre lleva se queda con los dedos manchados de yeso.

El Cristo de los marineros en el fondo del mar: sus ojos se abren y quitan ola tras ola, ola tras ola… “¡Cabrón!”, repite y su voz se parte en pedacitos, mientras un latigazo de fuego recorre su garganta, traquea, estómago.

6
“Julia es mi esposa, pendejo, y sí, sí estoy casado”, es lo que quiere responder y sólo mueve la cabeza para decir que sí.

“¡Ah, señor Martínez!, ¿es usted feliz?”

“¡Sí, sí, hijo de la chingada!, si la felicidad significa vivir en un barrio jodido donde sólo esperas que alguien te meta un balazo, comer una vez al día y trabajar horas extra para comprar pinches hipopótamos que se hunden”, piensa y otra vez se censura. No importa: a muchos compañeros les sucede lo mismo.

“Oficina de te callas el hocico”, llaman a la oficina del Jefe Domínguez.

7
Hay torpeza en sus movimientos y cae con la imagen de su Cristo de los marineros. Rueda hasta chocar con una de las patas del comedor y su vestido se alza ligeramente: queda frente a la única ventana, sellada previamente con cinta canela. Intenta abrir los ojos y no puede. Una culebra en su garganta vibra, sobrevive.

8
Quiere escapar de ahí, ir a casa y ver a Julia, decirle que ella de ninguna manera es un estorbo. El Jefe Domínguez toma sus manos y Él piensa que es puto, seguramente le va a tirar la onda y le va a decir que si quiere un aumento de sueldo se tiene que empinar ahí mismo, montado en el escritorio… “¡pinche puto!”, y el Jefe Domínguez inclina la mirada, menciona una desgracia con su esposa (“¿Julia, verdad?”) y da su más sentido pésame.

9
Es una hermosa sirena. Ola tras ola, ola tras ola. Se sumerge, patalea, avanza. Siente cómo las olas comprimen su cuerpo. Abre los ojos y su mirada está borrosa, borrosa, mientras sus entrañas explotan y toda ella intoxicada por el gas de la estufa queda frente a su Cristo de los marineros.

No hay comentarios:

Publicar un comentario