julio 13, 2010

Artejo

Por Óscar Garduño Nájera 

1 
“Lo primero que recuerdo de ella son sus pies y el momento en que quise besarlos y me detuvo, ¿me entiendes?”, el borracho reguiletea la cabeza y señala la caguama vacía. 

2 
Justo ahora que no llega pienso que se demora porque sus pies son lentos, muy lentos, o porque son precisamente ellos los que se niegan a verme, de tal suerte que se resisten a nuestro encuentro. 

Viernes antes de las diez con una noche que avanza sobre mil miradas, mientras abordo el metro, el microbús y una canción pasada de moda; no dejo de fijarme en los pies femeninos: ¿cómo consiguen meterlos dentro de esas estrechas zapatillas?, ¿cómo consiguen pintarse las uñas? Toco el timbre, esquivo a un señor con cara de velorio, bajo. Camino y los rostros de personas se multiplican. Voy a nuestro encuentro, a nuestra cita. Sí, vas a llegar con ese pantalón negro ajustado, blusa del mismo color y esas hermosas zapatillas: uno a uno tus deditos se asomarán al frente y me han de confirmar que les gusta cuando entran a mi boca, cuando se cuelgan de mis labios y mi lengua los acaricia. Pero eso será hasta que llegues y entre los dos decidamos ir al hotel de paso más cercano, quizás el que está a unas cuantas calles, ese que tiene luces grandes parpadeantes (¿recuerdas que le faltan dos letras?). 

3 
Tardas unos minutos en llegar y estoy en la misma esquina de siempre, cerca de donde las prostitutas ofrecen sus servicios. Muerdo mis uñas y por momentos sigo durante algunos segundos a las prostitutas que llevan esas zapatillas con tacones enormes: me gusta ver cómo se flexionan los talones hasta conformar ligeras arruguitas; cómo alzan los tobillos mientras la pierna flota por un instante para luego descender; cómo asoman los dedos casi sacándole la lengua al suelo, como si se burlaran de él, apretujados dentro de piel o plástico, como si también quisieran saludar al que viene de frente. 

Nada. 
Esta noche no queda nada. 

Tenía los talones rasposos y la planta suave, como si previamente hubieran embarrado talco para bebé. Si pasaba rozando mis dedos soltaba una risita y se movía, contoneándose arriba de la cama. 

Y es verdad: sin importar el tamaño, los pies de todas las mujeres son iguales. Cuando cualquier hombre los abraza con las manos la sensación es increíble, tal vez porque están hechos de otra piel. 

5 
Miro el reloj. 

Estoy frente a un puesto de tacos lleno de señores gordos y ebrios que beben caguamas. La noche se adelanta y abre las fauces de un animal aún desconocido. 

Antes que todo, antes de quitarnos la ropa y aventarla al suelo, antes de los besos y las caricias, lo primero que hacíamos era lo siguiente: ella se tendía en la cama luego de quitarse las zapatillas; yo me hincaba al frente y acariciaba sus pies, primero lentamente, disfrutando cada centímetro, enredando los dedos de mis manos en sus dedos, luego de manera rápida, como si aplicara una pomada contra dolores musculares. Y lo cierto es que en ese momento los dos comenzábamos a excitarnos: el ritmo de mis manos danzantes en sus pies marcaban el ritmo de nuestras respiraciones agitadas. “Más despacio, despacio, por favor”. 

6 
No importa cuánto tardes en llegar, ya que regularmente lo haces y siempre pones de pretexto cualquier tontería. Lo único que quiero, en estos momentos, es: 

Beber mis reflejos en tu mirada. 
Quemar mis labios en los tuyos. 
Chupar tus pies, morderlos suavemente, mientras la punta de cada uno alcanza a rozar mi paladar hasta hacer contacto con mis fibras nerviosas. 

También quiero llorar. Cuando pasan los minutos, cuando veo que no llegas, me da por hacerlo: hundo el rostro entre mis manos y lloro en silencio, apenado, mientras aprieto mis labios hasta causarme daño. 

Pero también espero. 

Un microbús se detiene frente al puesto de tacos, abre sus puertas y casi juro que eres tú la que desciende. No: es una señora con un ridículo vestido más amarillo que el sol. Lleva puestas unas zapatillas moradas de plástico y únicamente se me ocurre pensar en sus pies: ¿cómo es posible que vivan ahí dentro?, ¿y si en realidad la mitad de la población mundial no tuviera pies?, a fin de cuentas, ¿cómo nos daríamos cuenta si siempre se ocultan dentro de los zapatos?, ¿obligando a todos a usar huaraches? 

El olor del puesto de tacos distrae mis pensamientos. 

Un día en tu voz apareció una palabra: parafilia. Y aun cuando te esmeraste en explicarme su significado y la relación que tenía con nosotros, la verdad es que no entendí. Esa ocasión me quedé dormido sobre tus pies y la sensación fue que ellos respiraron de mi aliento. 

¿Recuerdas? 

Vas a llegar con toda la calma del mundo y me vas a decir: “¿cómo es posible que estés tan desesperado?, ¿cómo es posible que no tengas un poco de paciencia?” Cierto: con las mujeres uno siempre debe de tenerla. Ya sabes que todo lo somatizo y unos cuantos minutos de más, miento, quizás unas cuantas horas de más, bastan para que empiece a vomitar. Vas a venir hermosa, lo sé. Cuando te abrace, en tu cuello oleré ese perfume que tanto se empeña en acariciar las almohadas de nuestra habitación en ese hotel chimuelo. 

“Aquí, frente a mí. Enciende la luz, por favor: déjame acariciar tus pies, has de venir cansada”… era la clave para excitarnos. 

8 
En pocas ocasiones hemos hecho el amor. Nos preocupan más tus pies: cuidar de ellos, mimarlos, encajarles los dientes, meterlos dentro de mi boca hasta que la saliva resbale por el empeine, por el rasponcito talón, por las uñas pintadas de rojo. Como a las seis de la mañana tendrás que irte a tu casa. Quizás me volveré a quedar dormido (¡prometo no hacerlo!) y me tendrás que despertar. 

Un consejo: cuida mucho tus pies para que sepan siempre por donde andas. 

Al pasar una de tus manos por mi espalda me resucitarás de una perecedera felicidad, como si también me resucitaras de todas las muertes, y como si a partir de ese momento, al cerrar la puerta de la habitación y reírnos del H_T_L parpadeante, me enterrarás para siempre echándome montoncitos de tierra con tus pies, jalándome hasta la fosa; desde abajo, lo último que alcanzaré a ver es la planta de tus pies, cuarteada como un cielo nublado. 

9 
Son diez y media de la noche y la policía ha cargado con algunos borrachos. 

Alcanzo a escuchar un taconeo a lo lejos, un ritmo que a fuerza de escucharlo me es ya familiar. Cierro los ojos. Calculo el tiempo para que, al abrirlos, estés frente a mí. Los abro. Aparece la señora del ridículo vestido amarillo con unas bolsas del supermercado colgando de sus regordetes brazos. Me pregunta por un sitio de taxis. Señalo el lugar. Tú no apareces. 

En cuanto la señora se aleja, vomito. La sensación es de un animal enorme que se mueve dentro de mí, sale, escapa, regresa; vuelve a nacer otro, y otro más. 

“Todo lo somatizas”, dirás en cuanto llegues. 
La ciudad ahora me es ajena: no quiero saber un carajo de ella. 

10 
Te voy a contar algo: ¿recuerdas que en una ocasión metimos un condón a uno de los dedos de mi pie, el más gordito, y que intentaste masturbarte?, al final los dos nos quedamos tendidos en la cama muertos de risa, pues por más empeño que pusimos el maldito dedo se echó para atrás, emprendía la huída, hasta que el condón se partió a la mitad.

Respiro. Cierro los ojos y los vuelvo a abrir.

En cuanto llegues te dará risa que con el vomito manché mis zapatos, y que de no ser por éstos, si acaso hubiera llevado huaraches, mis pies habrían quedado hechos un asco.

11
Uno de los borrachos se acerca hasta mí con una caguma abierta entre las manos. Me invita, la rechazo y le digo que espero a mi novia. “¿Es ella?”, pregunta y veo que señala a una de las tantas prostitutas. Me río, por fin me río y el animal desconocido parece alejarse.

Nada quedará sino la mancha de tus pies sobre la sábana arrugada. O las pisadas sobre la alfombra. O en el baño. Entonces tus pies vendrán a ser restos dentro de una habitación cualquiera; mañana otros pasaran sobre ellos y sobre éstos pasaran cientos. No lo olvides.

El borracho hace un gesto de disgusto, mira una de sus botas y se percata que él también se manchó de vomito. Dice: “¡mierda!” Bebo de la caguama y en cuanto doy el primer trago siento que me traspasa la garganta con alfileres. Él se ríe. Por un segundo somos un par de payasos y las prostitutas voltean a vernos. El borracho tartamudea, moja sus labios, y me pregunta a qué hora quedé de ver a mi novia. Tiemblan mis labios y vuelvo a pensar en tus pies: “lo primero que recuerdo de ella son sus pies y el momento en que quise besarlos y me detuvo. ¿me entiendes?”, el borracho reguiletea la cabeza y señala la caguama vacía. Es tarde.

Nota: con este cuento arranca un nuevo proyecto titulado: Anatomía del Desaliento, el cual se irá desarrollando en Mundana. 

1 comentario:

  1. Nic neboj Kari , diky ZA Ze , matný vaginu . JE TO Jedin , co drži Ze Lidi pohromadě , aby se nepozabíjejí . Antonín P -V .

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